
En el Evangelio de este domingo resuena una de las palabras más incisivas de Jesús: «El que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará» (Lc 9, 24).
Hay aquí una síntesis del mensaje de Cristo, y está expresado con una paradoja muy eficaz, que nos permite conocer su modo de hablar, casi nos hace percibir su voz… Pero, ¿qué significa «perder la vida a causa de Jesús»? Esto puede realizarse de dos modos: explícitamente confesando la fe o implícitamente defendiendo la verdad. Los mártires son el máximo ejemplo del perder la vida por Cristo. En dos mil años son una multitud inmensa los hombres y las mujeres que sacrificaron la vida por permanecer fieles a Jesucristo y a su Evangelio. Y hoy, en muchas partes del mundo, hay muchos, muchos, muchos mártires —más que en los primeros siglos—, que dan la propia vida por Cristo y son conducidos a la muerte por no negar a Jesucristo. Esta es nuestra Iglesia. Hoy tenemos más mártires que en los primeros siglos. Pero está también el martirio cotidiano, que no comporta la muerte pero que también es un «perder la vida» por Cristo, realizando el propio deber con amor, según la lógica de Jesús, la lógica del don, del sacrificio. Pensemos: cuántos padres y madres, cada día, ponen en práctica su fe ofreciendo concretamente la propia vida por el bien de la familia. Pensemos en ellos. Cuántos sacerdotes, religiosos, religiosas desempeñan con generosidad su servicio por el Reino de Dios. Cuántos jóvenes renuncian a los propios intereses para dedicarse a los niños, a los discapacitados, a los ancianos… También ellos son mártires. Mártires cotidianos, mártires de la cotidianidad…