«¿Qué quieres que haga por ti»? (Mc 10, 51)
Las tres lecturas de este domingo nos presentan la compasión de Dios, su paternidad, que se revela definitivamente en Jesús.
El profeta Jeremías, en pleno desastre nacional, mientras el pueblo estaba deportado por los enemigos, anuncia que «el Señor ha salvado a su pueblo, ha salvado al resto de Israel» (31, 7). Y ¿por qué lo hizo? Porque él es Padre (cf. v. 9); y como el Padre cuida de sus hijos, los acompaña en el camino, sostiene a los «ciegos y cojos, lo mismo preñadas que paridas» (31, 8). Su paternidad les abre una vía accesible, una forma de consolación después de tantas lágrimas y tantas amarguras. Si el pueblo permanece fiel, si persevera en buscar a Dios incluso en una tierra extranjera, Dios cambiará su cautiverio en libertad, su soledad en comunión: lo que hoy siembra el pueblo con lágrimas, mañana lo cosechará con la alegría (cf. Sal 125,6).
Con el Salmo, también nosotros hemos expresado la alegría, que es fruto de la salvación del Señor: «La boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares» (v. 2). El creyente es una persona que ha experimentado la acción salvífica de Dios en la propia vida. Y nosotros, los pastores, hemos experimentado lo que significa sembrar con fatiga, a veces llorando, alegrarnos por la gracia de una cosecha que siempre va más allá de nuestras fuerzas y de nuestras capacidades.
El pasaje de la Carta a los Hebreos nos ha presentado la compasión de Jesús. También él «está envuelto en debilidades» (5, 2), para sentir compasión por quienes yacen en la ignorancia y en el error. Jesús es el Sumo Sacerdote grande, santo, inocente, pero al mismo tiempo es el Sumo Sacerdote que ha compartido nuestras debilidades y ha sido puesto a prueba en todo como nosotros, menos en el pecado (cf. 4, 15). Por eso es el mediador de la nueva y definitiva alianza que nos da la salvación…
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