En la página del Evangelio de hoy (cf. Lc 11, 1-13), San Lucas narra las circunstancias en las que Jesús enseña el “Padre Nuestro”. Ellos, los discípulos, ya saben rezar, recitando las fórmulas de la tradición judía, pero desean poder vivir también ellos la misma “calidad” de la oración de Jesús. Porque notan que la oración es una dimensión esencial en la vida de su Maestro; en efecto, cada una de sus acciones importantes se caracteriza por prolongados ratos de oración. Además, están fascinados porque ven que Él no reza como los otros maestros de la época, sino que su oración es un vínculo íntimo con el Padre, tanto que desean participar en esos momentos de unión con Dios, para saborear por entero su dulzura.
Así, un día, esperan a que Jesús concluya la oración, en un lugar apartado, y luego le preguntan: «Señor, enséñanos a orar» (v.1). Respondiendo a la pregunta explícita de los discípulos, Jesús no da una definición abstracta de la oración, ni enseña una técnica efectiva para orar y “obtener” algo. En cambio, invita a sus seguidores a experimentar la oración, poniéndolos directamente en comunicación con el Padre, despertando en ellos el anhelo de una relación personal con Dios, con el Padre. ¡Aquí está la novedad de la oración cristiana! Es un diálogo entre personas que se aman, un diálogo basado en la confianza, sostenido por la escucha y abierto a la solidaridad. Es un diálogo del Hijo con el Padre, un diálogo entre los hijos y el Padre. Esta es la oración cristiana…
Por lo tanto, les da la oración del “Padre Nuestro”, quizás el regalo más precioso que nos ha dejado el Maestro divino en su misión terrenal. Después de habernos revelado su misterio de Hijo y de hermano, con esa oración, Jesús nos hace penetrar en la paternidad de Dios. Quiero subrayarlo: cuando Jesús nos enseña el Padre Nuestro nos hace entrar en la paternidad de Dios y nos muestra el camino para entrar en un diálogo orante y directo con Él, a través del camino de la confianza filial. Es un diálogo entre el papá y su hijo, del hijo con su papá. Lo que pedimos en el “Padre Nuestro” ya está hecho para nosotros en el Hijo Unigénito: la santificación del Nombre, el advenimiento del Reino, el don del pan, el perdón y la liberación del mal. Mientras pedimos, abrimos nuestra manos para recibir. Recibir los dones que el Padre nos mostró en el Hijo. La oración que el Señor nos enseñó es la síntesis de toda oración, y nosotros siempre la dirigimos al Padre en comunión con los hermanos. A veces sucede que en la oración haya distracciones pero tantas veces sentimos ganas de detenernos en la primera palabra: “Padre” y sentir esa paternidad en el corazón.
Después Jesús cuenta la parábola del amigo importuno y dice: “Debemos insistir en la oración”. Me recuerda lo que hacen los niños cuando tienen tres, tres años y medio: comienzan a preguntar cosas que no entienden. En mi tierra se llama “la edad de los porqués”, creo que también aquí es lo mismo. Los niños comienzan a mirar a su papá y dicen: “Papá, ¿por qué? Papá, ¿por qué?”. Piden explicaciones. Prestemos atención: cuando el papá empieza a explicar el porqué, llegan con otra pregunta sin escuchar toda la explicación. ¿Qué pasa? Sucede que los niños se sienten inseguros acerca de muchas cosas que comienzan a comprender a medias. Solo quieren atraer la mirada de su papá hacia ellos y por eso: “¿Por qué, por qué, por qué?“ Nosotros, en el Padre Nuestro, si nos detenemos en la primera palabra, haremos lo mismo que cuando éramos niños, atraer la mirada del padre sobre nosotros. Diciendo “Padre, Padre”, y también diciendo: “¿Por qué?” Y Él nos mirará.
Pidamos a María, mujer orante, que nos ayude a rezar el Padre Nuestro unidos a Jesús para vivir el Evangelio, guiados por el Espíritu Santo.
Santo Padre Francisco, Ángelus, 28 de julio de 2019
Fuente: vatican.va