El Evangelio de hoy (cf. Lucas 12, 13-21) se abre con la escena de un hombre que se levanta en medio de la multitud y pide a Jesús que resuelva una cuestión jurídica sobre la herencia de la familia. Pero Él en su respuesta no aborda la pregunta, y nos exhorta a alejarnos de la codicia, es decir, de la avaricia de poseer. Para disuadir a sus oyentes de esta frenética búsqueda de riquezas, Jesús cuenta la parábola del rico necio, que cree que es feliz porque ha tenido la buena fortuna de un año excepcional y se siente seguro de los bienes que ha acumulado. Sería hermoso que lo leyerais hoy; está en el capítulo doce de San Lucas, versículo 13. Es una hermosa parábola que nos enseña mucho. La historia cobra vida cuando surge el contraste entre lo que el hombre rico planea para sí mismo y lo que Dios le plantea.
El rico pone ante su alma, es decir, ante sí mismo, tres consideraciones: los muchos bienes acumulados, los muchos años que estos bienes parecen asegurarle y, en tercer lugar, la tranquilidad y el bienestar desenfrenado (cf. v. 19). Pero la palabra que Dios le dirige anula estos proyectos. En lugar de los «muchos años», Dios indica la inmediatez de «esta noche; esta noche te reclamarán el alma»; en lugar de «disfrutar de la vida», le presenta la «restitución de la vida; tú darás la vida a Dios», con el consiguiente juicio. La realidad de los muchos bienes acumulados, en la que el rico tenía que basar todo, está cubierta por el sarcasmo de la pregunta: «Las cosas que preparaste, ¿para quién serán?» (v.20). Pensemos en las luchas por la herencia; muchas luchas familiares. Y mucha gente, todos conocemos algunas historias, que en la hora de la muerte comienzan a llegar: sobrinos, los nietos vienen a ver: «Pero, ¿qué me toca a mí? Y se lo llevan todo. Es en esta contraposición donde se justifica el apelativo de «necio» —porque piensa en cosas que cree concretas pero que son una fantasía— con el que Dios se dirige a este hombre. Es necio porque en la práctica ha negado a Dios, no ha contado con Él…
La conclusión de la parábola, formulada por el evangelista, es de una eficacia singular: «Así es el que atesora riquezas para sí, y no se enriquece en orden a Dios» (v. 21). Es una advertencia que revela el horizonte hacia el que todos estamos llamados a mirar. Los bienes materiales son necesarios —¡son bienes!—, pero son un medio para vivir honestamente y compartir con los más necesitados. Hoy Jesús nos invita a considerar que las riquezas pueden encadenar el corazón y distraerlo del verdadero tesoro que está en el cielo. San Pablo nos lo recuerda también en la segunda lectura de hoy que dice: «Buscad las cosas de arriba… Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra» (Colosenses 3, 1-2). Esto ―se entiende― no significa alejarse de la realidad, sino buscar las cosas que tienen un verdadero valor: la justicia, la solidaridad, la acogida, la fraternidad, la paz, todo lo que constituye la verdadera dignidad del hombre. Se trata de tender hacia una vida vivida no en el estilo mundano, sino en el estilo evangélico: amar a Dios con todo nuestro ser, y amar al prójimo como Jesús lo amó, es decir, en el servicio y en el don de sí mismo. La codicia de bienes, el deseo de tener bienes, no satisface al corazón, al contrario, causa más hambre. La codicia es como esos caramelos buenos: tomas uno y dices: «¡Ah, qué bien!», y luego tomas el otro; y uno tira del otro. Así es la avaricia: nunca estás satisfecho. ¡Tened cuidado! El amor así comprendido y vivido es la fuente de la verdadera felicidad, mientras que la búsqueda ilimitada de bienes materiales y riquezas es a menudo fuente de inquietud, de adversidad, de prevaricaciones, de guerra. Tantas guerras comienzan con la codicia.
Que la Virgen María nos ayude a no dejarnos fascinar por las seguridades que pasan, sino a ser cada día testigos creíbles de los valores eternos del Evangelio.
Papa Francisco, Ángelus, 4 de agosto de 2019 Fuente: vatican.va