Domingo II después de Navidad

 

En este segundo domingo de la Navidad, las lecturas bíblicas nos ayudan a alargar la mirada, para tomar una conciencia plena del significado del nacimiento de Jesús. El comienzo del Evangelio de San Juan nos muestra una impactante novedad: el Verbo eterno, el Hijo de Dios, «se hizo carne» (v. 14). No sólo vino a vivir entre la gente, sino que se convirtió en uno del pueblo, ¡uno de nosotros! Después de este acontecimiento, para dirigir nuestras vidas, ya no tenemos sólo una ley, una institución, sino una Persona, una Persona divina, Jesús, que guía nuestras vidas, nos hace ir por el camino porque Él lo hizo antes.

San Pablo bendice a Dios por su plan de amor realizado en Jesucristo (cf. Efesios 1, 3-6; 15-18). En este plan, cada uno de nosotros encuentra su vocación fundamental. ¿Y cuál es? Esto es lo que dice Pablo: estamos predestinados a ser hijos de Dios por medio de Jesucristo. El Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos a nosotros, hombres, hijos de Dios. Por eso el Hijo eterno se hizo carne: para introducirnos en su relación filial con el Padre. Así pues, hermanos y hermanas, mientras continuamos contemplando el admirable signo del belén, la liturgia de hoy nos dice que el Evangelio de Cristo no es una fábula, ni un mito, ni un cuento moralizante, no. El Evangelio de Cristo es la plena revelación del plan de Dios, el plan de Dios para el hombre y el mundo. Es un mensaje a la vez sencillo y grandioso, que nos lleva a preguntarnos: ¿qué plan concreto tiene el Señor para mí, actualizando aún hoy su nacimiento entre nosotros?

Es el apóstol Pablo quien nos sugiere la respuesta: «[Dios] nos ha elegido […] para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor» (v. 4). Este es el significado de la Navidad. Si el Señor sigue viniendo entre nosotros, si sigue dándonos el don de su Palabra, es para que cada uno de nosotros pueda responder a esta llamada: ser santos en el amor. La santidad pertenece a Dios, es comunión con Él, transparencia de su infinita bondad. La santidad es guardar el don que Dios nos ha dado. Simplemente esto: guardar la gratuidad. En esto consiste ser santo. Por tanto, quien acepta la santidad en sí mismo como un don de gracia, no puede dejar de traducirla en acciones concretas en la vida cotidiana. Este don, esta gracia que Dios me ha dado, la traduzco en una acción concreta en la vida cotidiana, en el encuentro con los demás. Esta caridad, esta misericordia hacia el prójimo, reflejo del amor de Dios, al mismo tiempo purifica nuestro corazón y nos dispone al perdón, haciéndonos “inmaculados” día tras día. Pero inmaculados no en el sentido de que yo elimino una mancha: inmaculados en el sentido de que Dios entra en nosotros, el don, la gratuidad de Dios entra en nosotros y nosotros lo guardamos y lo damos a los demás. Que la Virgen María nos ayude a acoger con alegría y gratitud el diseño divino de amor realizado en Jesucristo.

S.S.Francisco, Ángelus, 5 de enero de 2020

Fuente: vatican.va

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