29 Domingo del tiempo ordinario – Ciclo B

Las lecturas bíblicas de hoy nos hablan del servicio y nos llaman a seguir a Jesús a través de la vía de la humanidad y de la cruz

 El profeta Isaías describe la figura del Siervo de Yahveh (53,10-11) y su misión de salvación. Se trata de un personaje que no ostenta una genealogía ilustre, es despreciado, evitado de todos, acostumbrado al sufrimiento. Uno del que no se conocen empresas grandiosas, ni célebres discursos, pero que cumple el plan de Dios con su presencia humilde y silenciosa y con su propio sufrimiento. Su misión, en efecto, se realiza con el sufrimiento, que le ayuda a comprender a los que sufren, a llevar el peso de las culpas de los demás y a expiarlas. La marginación y el sufrimiento del Siervo del Señor hasta la muerte, es tan fecundo que llega a rescatar y salvar a las muchedumbres.

Jesús es el Siervo del Señor: su vida y su muerte, bajo la forma total del servicio (cf. Flp 2,7), son la fuente de nuestra salvación y de la reconciliación de la humanidad con Dios. El kerigma, corazón del Evangelio, anuncia que las profecías del Siervo del Señor se han cumplido con su muerte y resurrección. La narración de san Marcos describe la escena de Jesús con los discípulos Santiago y Juan, los cuales –sostenidos por su madre– querían sentarse a su derecha y a su izquierda en el reino de Dios (cf. Mc 10,37), reclamando puestos de honor, según su visión jerárquica del reino. El planteamiento con el que se mueven estaba todavía contaminado por sueños de realización terrena. Jesús entonces produce una primera «convulsión» en esas convicciones de los discípulos haciendo referencia a su camino en esta tierra: «El cáliz que yo voy a beber lo beberéis … pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, sino que es para quienes está reservado» (vv. 39-40). Con la imagen del cáliz, les da la posibilidad de asociarse completamente a su destino de sufrimiento, pero sin garantizarles los puestos de honor que ambicionaban. Su respuesta es una invitación a seguirlo por la vía del amor y el servicio, rechazando la tentación mundana de querer sobresalir y mandar sobre los demás.

Frente a los que luchan por alcanzar el poder y el éxito, los discípulos están llamados a hacer lo contrario. Por eso les advierte: «Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor» (vv. 42-43). Con estas palabras señala que en la comunidad cristiana el modelo de autoridad es el servicio. El que sirve a los demás y vive sin honores ejerce la verdadera autoridad en la Iglesia. Jesús nos invita a cambiar de mentalidad y a pasar del afán del poder al gozo de desaparecer y servir; a erradicar el instinto de dominio sobre los demás y vivir la virtud de la humildad.

Y después de haber presentado un ejemplo de lo que hay que evitar, se ofrece a sí mismo como ideal de referencia. En la actitud del Maestro la comunidad encuentra la motivación para una nueva concepción de la vida: «Porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos» (v. 45).
 
En la tradición bíblica, el Hijo del hombre es el que recibe de Dios «poder, honor y reino» (Dn 7,14). Jesús da un nuevo sentido a esta imagen y señala que él tiene el poder en cuanto siervo, el honor en cuanto que se abaja, la autoridad real en cuanto que está disponible al don total de la vida. En efecto, con su pasión y muerte él conquista el último puesto, alcanza su mayor grandeza con el servicio, y la entrega como don a su Iglesia.
 
Hay una incompatibilidad entre el modo de concebir el poder según los criterios mundanos y el servicio humilde que debería caracterizar a la autoridad según la enseñanza y el ejemplo de Jesús. Incompatibilidad entre las ambiciones, el carrerismo y el seguimiento de Cristo; incompatibilidad entre los honores, el éxito, la fama, los triunfos terrenos y la lógica de Cristo crucificado. En cambio, sí que hay compatibilidad entre Jesús «acostumbrado a sufrir» y nuestro sufrimiento. Nos lo recuerda la Carta a los Hebreos, que presenta a Cristo como el sumo sacerdote que comparte totalmente nuestra condición humana, menos el pecado: «No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo, como nosotros, menos en el pecado» (4,15). Jesús realiza esencialmente un sacerdocio de misericordia y de compasión. Ha experimentado directamente nuestras dificultades, conoce desde dentro nuestra condición humana; el no tener pecado no le impide entender a los pecadores. Su gloria no está en la ambición o la sed de dominio, sino en el amor a los hombres, en asumir y compartir su debilidad y ofrecerles la gracia que restaura, en acompañar con ternura infinita su atormentado camino.
 
Cada uno de nosotros, en cuanto bautizado, participa del sacerdocio de Cristo; los fieles laicos del sacerdocio común, los sacerdotes del sacerdocio ministerial. Así, todos podemos recibir la caridad que brota de su Corazón abierto, tanto por nosotros como por los demás: somos «canales» de su amor, de su compasión, especialmente con los que sufren, los que están angustiados, los que han perdido la esperanza o están solos (…)
 Santo Padre Francisco
Homilía, domingo 18 de octubre de 2015
Fuente: vatican.va
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¿ Qué le pido yo al Señor?
¿ En qué quiero ser el primero y en qué quiero ser el último?
¿Llevo mis dificultades y problemas con esperanza, asumiendo  que  la cruz es el medio para alcanzar la Gloria de Dios?
¿Cómo sirvo yo a mis familiares, amigos, comunidad parroquial?
Publicado en Lectio Divina.