El relato que Cristo nos confía es, lamentablemente, muy actual. A las puertas de la opulencia se encuentra hoy la miseria de pueblos enteros, azotados por la guerra y la explotación. Nada parece que haya cambiado a lo largo de los siglos, cuántos Lázaros mueren frente a la avaricia que olvida la justicia, al beneficio que pisotea la caridad, a la riqueza ciega frente al dolor de los necesitados. Sin embargo, el Evangelio asegura que los sufrimientos de Lázaro tienen un final. Sus dolores terminan, así como terminan los banquetes del rico, y Dios hace justicia a ambos: «El pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. El rico también murió y fue sepultado» (v. 22). La Iglesia, sin cansarse, anuncia esta palabra del Señor, para que nuestros corazones se conviertan…
Queridos hermanos, por una singular coincidencia, este mismo pasaje evangélico fue proclamado precisamente durante el Jubileo de los Catequistas en el Año de la Misericordia. Dirigiéndose a los peregrinos venidos a Roma por esa circunstancia, el Papa Francisco destacó que Dios redime el mundo de todo mal, dando su vida por nuestra salvación. Su acción es el comienzo de nuestra misión, porque nos invita a darnos nosotros mismos por el bien de todos. Decía el Papa a los catequistas: «Este centro, alrededor del cual gira todo, este corazón que late y da vida a todo es el anuncio pascual, el primer anuncio: el Señor Jesús ha resucitado, el Señor Jesús te ama, ha dado su vida por ti; resucitado y vivo, está a tu lado y te espera todos los días» (Homilía, 26 septiembre 2016). Estas palabras nos hacen reflexionar sobre el diálogo entre el hombre rico y Abraham, que hemos escuchado en el Evangelio. Se trata de una súplica que el rico expresa para salvar a sus hermanos y que se vuelve un desafío para nosotros.
Hablando con Abraham, en efecto, él exclama: «Si alguno de los muertos va a verlos, se convertirán» (Lc 16,30). Abraham responde de este modo: «Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán» (v. 31). Ahora bien, uno resucitó de entre los muertos: Jesucristo. Las palabras de la Escritura, pues, no quieren decepcionarnos o desanimarnos, sino despertar nuestra conciencia. Escuchar a Moisés y a los Profetas significa hacer memoria de los mandamientos y las promesas de Dios, cuya providencia no abandona nunca a nadie. El Evangelio nos anuncia que la vida de todos puede cambiar, porque Cristo ha resucitado de entre los muertos. Este acontecimiento es la verdad que nos salva; por eso debe conocerse y anunciarse, pero no es suficiente. Debe amarse, y es este amor el que nos lleva a comprender el Evangelio, porque nos transforma abriendo el corazón a la palabra de Dios y al rostro del prójimo.
(…) Queridos hermanos y hermanas, hagamos nuestra esta invitación. Recordemos que nadie da lo que no tiene. Si el rico del Evangelio hubiera tenido caridad con Lázaro, habría hecho el bien, no sólo al pobre, sino también a sí mismo. Si ese hombre sin nombre hubiera tenido fe, Dios lo habría salvado de todo tormento; fue el apego a las riquezas mundanas lo que le quitó la esperanza del bien verdadero y eterno. Cuando también nosotros estamos tentados por la avaricia y la indiferencia, los muchos Lázaros de hoy nos recuerdan la palabra de Jesús, convirtiéndose para nosotros en una catequesis aún más eficaz en este Jubileo, que es para todos un tiempo de conversión y de perdón, de compromiso por la justicia y de búsqueda sincera de la paz.
S.S. León XIV
Homilía en la Santa Misa por el Jubileo de los Catequistas
Fuente: vatican.va