Primer domingo de Adviento – Ciclo A

Comenzamos el Adviento para prepararnos a rememorar, en Navidad, el misterio de Jesús, Hijo de Dios, «engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre» (Credo Niceno-Constantinopolitano), como declararon solemnemente hace 1700 años los Padres reunidos en el Concilio de Nicea.

En este contexto, la liturgia nos propone, en la primera lectura (cf. Is 2,1-5), una de las páginas más bellas del libro del profeta Isaías, donde resuena la invitación dirigida a todos los pueblos a subir al monte del Señor (cf. v. 3), lugar de luz y de paz. Me gustaría, pues, que meditáramos sobre nuestro ser Iglesia, deteniéndonos en algunas imágenes contenidas en este texto.

La primera es la del “monte elevado sobre la cima de los montes” (cf. Is 2,2). Nos recuerda que los frutos de la acción de Dios en nuestra vida no son un don sólo para nosotros, sino para todos. La belleza de Sión, ciudad en la montaña, símbolo de una comunidad renacida en la fidelidad que es signo de luz para hombres y mujeres de cualquier origen, nos recuerda que la alegría del bien es contagiosa. Encontramos confirmación de ello en la vida de muchos santos. San Pedro conoce a Jesús gracias al entusiasmo de su hermano Andrés (cf. Jn 1,40-42), quien, a su vez, junto con el apóstol Juan, es llevado al Señor por el celo de Juan el Bautista. San Agustín, siglos más tarde, llega a Cristo gracias a la ardiente predicación de san Ambrosio, y así muchos otros.

En todo esto, también para nosotros hay una invitación a renovar en la fe la fuerza de nuestro testimonio. San Juan Crisóstomo, gran pastor de esta Iglesia, hablaba del encanto de la santidad como un signo más elocuente que muchos milagros. Decía que “el prodigio fue y pasó, pero la vida cristiana permanece y edifica continuamente” (cf. Homilías sobre el Evangelio de san Mateo, 43, 5), y concluía: “Vigilemos, pues, sobre nosotros mismos, para beneficiar también a los demás” (cf. ibíd.).

Queridos hermanos, si realmente queremos ayudar a las personas con las que nos encontramos, vigilemos sobre nosotros mismos, como nos recomienda el Evangelio (cf. Mt 24,42); cultivemos nuestra fe con la oración, con los sacramentos, vivámosla coherentemente en la caridad, desechemos —como nos ha dicho san Pablo en la segunda lectura— las obras de las tinieblas y vistámonos con la armadura de la luz (cf. Rm 13,12). El Señor, a quien aguardamos glorioso al final de los tiempos, viene cada día a llamar a nuestra puerta. Estemos preparados (cf. Mt 24,44) con el compromiso sincero de una vida buena, como nos enseñan los numerosos modelos de santidad de los que es rica la historia de esta tierra.

La segunda imagen que nos transmite el profeta Isaías es la de un mundo en el que reina la paz. Él lo describe así: «con sus espadas forjarán arados y podaderas con sus lanzas. No levantará la espada una nación contra otra ni se adiestrarán más para la guerra» (Is 2,4). ¡Con qué urgencia percibimos hoy esta llamada! ¡Cuánta necesidad de paz, de unidad y de reconciliación hay a nuestro alrededor, y también en nosotros y entre nosotros! ¿Cómo podemos contribuir a responder a esta exigencia?

Para comprenderlo, nos ayudamos del “logotipo” de este viaje( viaje apostólico a Turquía), en el que uno de los símbolos elegidos es el puente. Puede hacernos pensar también en el famoso gran viaducto que, en esta ciudad, cruzando el Estrecho del Bósforo, une dos continentes: Asia y Europa. Con el tiempo, se han añadido otros dos pasos, de modo que actualmente hay tres puntos de unión entre las dos orillas. Tres grandes estructuras de comunicación, intercambio y encuentro; imponentes a la vista, pero tan pequeñas y frágiles si se comparan con los inmensos territorios que conectan.

Su triple extensión a través del Estrecho nos hace pensar en la importancia de nuestros esfuerzos comunes por la unidad en tres niveles: dentro de la comunidad, en las relaciones ecuménicas con los miembros de otras confesiones cristianas y en el encuentro con los hermanos y hermanas que pertenecen a otras religiones. Cuidar estos tres puentes, reforzándolos y ampliándolos de todas las formas posibles, forma parte de nuestra vocación de ser una ciudad construida sobre la montaña (cf. Mt 5,14-16).

 (…) Que nuestros pasos se muevan como sobre un puente que une la tierra con el cielo y que el Señor ha tendido para nosotros. Mantengamos siempre la mirada fija en sus orillas, para amar con todo el corazón a Dios y a los hermanos, para caminar juntos y poder encontrarnos todos, algún día, en la casa del Padre.

S.S. León XIV
Extractos Homilía de la Santa Misa en
«Volkswagen Arena» (Estambul)
Sábado, 29 de noviembre de 2025

 Fuente: vatican.va

Publicado en Lectio Divina.

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