En el Evangelio de este domingo, Jesús nos habla de la respuesta que se da a la invitación de Dios —representado por un rey— a participar en un banquete de bodas (cf. Mt 22, 1-14). La invitación tiene tres características: la gratuidad, la generosidad, la universalidad. Son muchos los invitados, pero sucede algo sorprendente: ninguno de los escogidos acepta participar en la fiesta, dicen que tienen otras cosas que hacer; es más, algunos muestran indiferencia, extrañeza, incluso fastidio. Dios es bueno con nosotros, nos ofrece gratuitamente su amistad, nos ofrece gratuitamente su alegría, su salvación, pero muchas veces no acogemos sus dones, ponemos en primer lugar nuestras preocupaciones materiales, nuestros intereses; e incluso cuando el Señor nos llama, muchas veces parece que nos da fastidio.
Algunos invitados maltratan y matan a los siervos que entregan las invitaciones. Pero, no obstante la falta de adhesión de los llamados, el proyecto de Dios no se interrumpe. Ante el rechazo de los primeros invitados Él no se desalienta, no suspende la fiesta, sino que vuelve a proponer la invitación extendiéndola más allá de todo límite razonable y manda a sus siervos a las plazas y a los cruces de caminos a reunir a todos los que encuentren. Se trata de gente común, pobres, abandonados y desheredados, incluso buenos y malos —también los malos son invitados— sin distinción. Y la sala se llena de «excluidos». El Evangelio, rechazado por alguno, encuentra acogida inesperada en muchos otros corazones…