En la Oración Colecta hemos rezado: «Dona a tu pueblo, oh Padre, vivir siempre en la veneración y en el amor a tu santo nombre, porque tú nunca privas de tu gracia a los que has establecido en la roca de tu amor». Y las lecturas que hemos escuchado nos muestran cómo es este amor de Dios hacia nosotros: es un amor fiel, un amor que recrea todo, un amor estable y seguro.
El Salmo nos ha invitado a agradecer al Señor «porque es eterno su amor». He aquí el amor fiel, la fidelidad: es un amor que no defrauda, que nunca falla. Jesús encarna este amor, es su Testigo. Él nunca se cansa de amarnos, de soportarnos, de perdonarnos, y así nos acompaña en el camino de la vida, según la promesa que le hizo a sus discípulos: «Yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo» (Mt 28,10). Por amor se hizo hombre, por amor ha muerto y resucitado, y por amor está siempre a nuestro lado, en los momentos lindos y en los difíciles. Jesús nos ama siempre, hasta el final, sin límites y sin medida. Y nos ama a todos, hasta el punto que cada uno de nosotros puede decir: «Ha dado su vida por mí». «¡Por mí!». La fidelidad de Jesús no se rinde ni siquiera ante nuestra infidelidad. Nos lo recuerda San Pablo: «Si somos infieles, él es fiel, porque no puede renegar de sí mismo». (2 Tm 2,13). Jesús permanece fiel, aun cuando nos hemos equivocado, y nos espera para perdonarnos: Él es el rostro del Padre misericordioso. He aquí el amor fiel.
El segundo aspecto: el amor de Dios recrea todo, es decir hace nuevas todas las cosas, como nos ha recordado la segunda Lectura. Reconocer los propios límites, las propias debilidades, es la puerta que abre al perdón de Jesús, a su amor que puede renovarnos en lo profundo, que puede recrearnos. La salvación puede entrar en el corazón cuando nosotros nos abrimos a la verdad y reconocemos nuestras equivocaciones, nuestros pecados; entonces hacemos experiencia, esa bella experiencia de Aquel que ha venido, no para los sanos, sino para los enfermos, no para los justos, sino para los pecadores (cfr. Mt 9, 12-13). Experimentamos su paciencia, – ¡tiene tanta! – su ternura, su voluntad de salvar a todos. Y ¿cuál es la señal? La señal es que nos hemos vuelto ‘nuevos’ y hemos sido transformados por el amor de Dios. Es el saberse despojar de las vestiduras desgastadas y viejas de los rencores y de las enemistades, para vestir la túnica limpia de la mansedumbre, de la benevolencia, del servicio a los demás, de la paz del corazón, propia de los hijos de Dios. El espíritu del mundo está siempre buscando novedades, pero sólo la fidelidad de Jesús es capaz de la verdadera novedad, de hacernos hombres nuevos, de re-crearnos.
Finalmente, el amor de Dios es estable y seguro, como los peñascos rocosos que reparan de la violencia de las olas. Jesús lo manifiesta en el milagro narrado por el Evangelio, cuando aplaca la tempestad, mandando al viento y al mar (cfr. Mc 4,41). Los discípulos tienen miedo porque se dan cuenta de que no pueden con todo ello, pero Él les abre el corazón a la valentía de la fe. Ante el hombre que grita: «ya no puedo más», el Señor sale a su encuentro, le ofrece la roca de su amor, a la que cada uno puede aferrarse, seguro de que no se caerá. ¡Cuántas veces sentimos que ya no podemos más! Pero Él está a nuestro lado, con la mano tendida y el corazón abierto.
Podemos preguntarnos, si hoy estamos firmes en esta roca que es el amor de Dios. Cómo vivimos el amor fiel de Dios hacia nosotros. Siempre está el riesgo de olvidar ese amor grande que el Señor nos ha mostrado. También nosotros los cristianos corremos el riesgo de dejarnos paralizar por los miedos del futuro y de buscar seguridades en cosas que pasan, o en un modelo de sociedad cerrada que tiende a excluir, más que a incluir.
(…)También nosotros podemos vivir la alegría del Evangelio, practicando la misericordia, podemos compartir las dificultades de tanta gente, de las familias, en especial de las más frágiles y marcadas por la crisis económica. Las familias tienen necesidad de sentir la caricia maternal de la Iglesia para ir adelante en la vida conyugal, en la educación de los hijos, en el cuidado de los ancianos y también en la transmisión de la fe a las jóvenes generaciones.
¿Creemos que el Señor es fiel? ¿Cómo vivimos la novedad de Dios que todos los días nos transforma? ¿Cómo vivimos el amor firme del Señor, que se pone como barrera segura contra las olas del orgullo y de las falsas novedades? Que el Espíritu Santo nos ayude a ser siempre conscientes de este amor ‘rocoso’, que nos vuelve estables y fuertes en los pequeños y grandes sufrimientos, nos hace capaces de no cerrarnos ante las dificultades, de afrontar la vida con valentía y mirar al futuro con esperanza. Como entonces en el lago de Galilea, aún hoy en el mar de nuestra existencia, Jesús es Aquel que vence las fuerzas del mal y las amenazas de la desesperación. La paz que Él nos dona es para todos; también para tantos hermanos y hermanas que huyen de guerras y persecuciones en busca de paz y libertad.
Encomendémosle a nuestra Madre el camino eclesial y civil de esta tierra: que Ella nos ayude a seguir al Señor, para ser fieles, para dejarnos renovar todos los días y permanecer sólidos en su amor. Así sea.
Santo Padre Francisco
Homilía en Turín, 21 de junio de 2015
Fuente: vatican.va
¿A qué tienes miedo? ¿Por qué tienes miedo?
¿Te dejas llevar por la angustia y el miedo ante «las tempestades» de la vida? ¿Confías al Señor tus problemas con la seguridad de que a Él le importas ?
«Ante el hombre que grita: «ya no puedo más», el Señor sale a su encuentro, le ofrece la roca de su amor, a la que cada uno puede aferrarse, seguro de que no se caerá. ¡Cuántas veces sentimos que ya no podemos más! Pero Él está a nuestro lado, con la mano tendida y el corazón abierto».