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Confesar públicamente nuestra fe

 
Creer es mucho más importante que no creer
 
De la Carta Pastoral “Firmes en la Fe” de D. Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
 

Con alguna frecuencia nos encontramos personas que no se atreven a formular el acto de fe, porque no la consideran necesaria ni fundamental para explicar su vida y su quehacer en el mundo. Junto a estos hermanos, también podemos descubrir a bastantes católicos que tienen miedo a confesar públicamente su fe en Jesucristo, viven acomplejados y no tienen razones fundadas para defender sus convicciones religiosas.

El ambiente de increencia, las críticas sesgadas a la Iglesia y el desprecio de lo religioso por parte de algunos sectores sociales están influyendo muy negativamente en la vivencia de la fe por parte de bastantes bautizados y les están condicionando a la hora de manifestar públicamente sus convicciones religiosas.

       La toma de conciencia de esta realidad tendría que ayudarnos a los creyentes a valorar y cuidar con esmero y dedicación el don de la fe, pues ser creyente es mucho más importante que no serlo. La fe no puede ser algo extraño a la persona ni algo opcional. Cuando el ser humano prescinde de la fe y de la relación con Dios es siempre un poco más pobre, pues sin la fe en Dios la existencia humana queda frustrada. Quien no conoce a Jesucristo o lo rechaza positivamente no podrá decir nunca que haya logrado la plenitud de su humanidad.

       La verdadera vida humana es, ante todo, vida de relación y de amistad con Dios y con los hermanos, por medio de Jesucristo. Las personas que no hayan tenido la dicha de haber experimentado esta relación de amistad se quedan a medio camino en la realización de su propia humanidad. Si alguien se cierra a esta oferta, está negando la verdad de su humanidad y, consecuentemente, está deformando lo que él mismo es y tiene.

       El ser humano es uno en cuerpo y alma. Por tanto, cuando es visto solamente como pura materialidad, no experimentará la necesidad de Dios ni de su salvación. Pero, si el ser humano, además de materia, es espíritu, necesitará en todo momento de un ser espiritual, eterno y omnipotente, que sea capaz de saciar las aspiraciones de eternidad y los deseos más profundos del corazón humano. San Agustín, refiriéndose a estos sentimientos del corazón humano, oraba así a Dios: «Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti».

       Quien cree en Dios puede experimentar lo que significa ser hijo suyo, pertenecer a una familia de hermanos, recibir el perdón de los pecados, asumir los sufrimientos de la vida y la misma muerte en comunión con los padecimientos de Cristo, confiando siempre en sus promesas de heredar un día la vida eterna. Quien no cree en Dios o vive de las pequeñas esperanzas de cada día solo encontrará respuestas pasajeras a los interrogantes de la existencia, pero no encontrará nunca las respuestas permanentes y definitivas a sus ansias de infinito y deseos de eternidad. Todo su quehacer, todas sus inquietudes y preocupaciones quedarán truncados con la muerte física.

       A la hora de valorar y de cuidar nuestra fe, no deberíamos perder nunca de vista que el testimonio público de la misma, no es sólo una ayuda valiosa para mostrar la verdad de nuestra identidad cristiana, sino que es la forma más eficaz de hacer llegar el amor y la salvación de Dios a nuestros semejantes. El hombre de hoy cree más a los testigos que a los que enseñan y, si escucha a estos, es porque también dan testimonio (Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 41).
D. Atilano Rodríguez Martínez
Carta Pastoral «Firmes en la Fe»



 

 

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