El Señor, en un primer momento, parece no escuchar este grito de dolor, hasta el punto de suscitar la intervención de los discípulos que interceden por ella. El aparente distanciamiento de Jesús no desanima a esta madre, que insiste en su invocación. La fuerza interior de esta mujer, que permite superar todo obstáculo, hay que buscarla en su amor materno y en la confianza de que Jesús puede satisfacer su petición. Y esto me hace pensar en la fuerza de las mujeres. Con su fortaleza son capaces de obtener cosas grandes. ¡Hemos conocido muchas! Podemos decir que es el amor lo que mueve la fe y la fe, por su parte, se convierte en el premio del amor. El amor conmovedor por la propia hija la induce «a gritar: “¡Ten piedad de mí, Señor, hijo de David!”» (v. 22). Y la fe perseverante en Jesús le consiente no desanimarse ni siquiera ante su inicial rechazo; así la mujer «vino a postrarse ante Él y le dijo: “¡Señor, socórreme!”» (v. 25).
Al final, ante tanta perseverancia, Jesús permanece admirado, casi estupefacto, por la fe de una mujer pagana. Por tanto, accede diciendo: «“Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas”. Y desde aquel momento quedó curada su hija» (v. 28). Esta humilde mujer es indicada por Jesús como ejemplo de fe inquebrantable. Su insistencia en invocar la intervención de Cristo es para nosotros estímulo para no desanimarnos, para no desesperar cuando estamos oprimidos por las duras pruebas de la vida. El Señor no se da la vuelta ante nuestras necesidades y, si a veces parece insensible a peticiones de ayuda, es para poner a prueba y robustecer nuestra fe. Nosotros debemos continuar gritando como esta mujer: «¡Señor, ayúdame! ¡Señor ayúdame!». Así, con perseverancia y valor. Y esto es el valor que se necesita en la oración.