11,15 h. Solemne Bendición de ramos y a continuación, procesión desde la iglesia de San Ginés
Jesús entra en Jerusalén.
La muchedumbre de los discípulos lo acompañan festivamente, se extienden los mantos ante él, se habla de los prodigios que ha hecho, se eleva un grito de alabanza: «¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¿Hosanna al Hijo de David!»
Gentío, fiesta, alabanza, bendición, paz. Se respira un clima de alegría. Jesús ha despertado en el corazón tantas esperanzas, sobre todo entre la gente humilde, simple, pobre, olvidada, esa que no cuenta a los ojos del mundo. Él ha sabido comprender las miserias humanas, ha mostrado el rostro de misericordia de Dios, se ha inclinado para curar el cuerpo y el alma. Éste es Jesús. Éste es su corazón que nos mira a todos nosotros, que mira nuestras enfermedades, nuestros pecados. Es grande el amor de Jesús. Y así entra a Jerusalén con este amor y nos mira a todos.
Es una bella escena, llena de luz, la luz del amor de Jesús, la de su corazón de alegría, de fiesta.
Al comienzo de la Misa, también nosotros la hemos repetido. Hemos agitado nuestras palmas. También nosotros hemos acogido al Señor; también nosotros hemos expresado la alegría de acompañarlo, de saber que nos es cercano, presente en nosotros y en medio de nosotros como un amigo, como un hermano, también como rey, es decir, como faro luminoso de nuestra vida. Jesús es Dios, pero se abajó a caminar con nosotros. Es nuestro amigo, nuestro hermano. El que nos ilumina en el camino. Y así hoy lo recibimos. Ésta es la primera palabra que les quisiera decir: ¡alegría!
No sean nunca hombres, mujeres tristes: un cristiano jamás puede serlo. Nunca se dejen vencer por el desánimo. Nuestra alegría no es algo que nace de tener tantas cosas, sino nace por haber encontrado a una Persona, Jesús, que está en medio de nosotros; de saber que, con él, nunca estamos solos, incluso en los momentos difíciles, aun cuando el camino de la vida tropieza con problemas y obstáculos que parecen insuperables…, y ¡hay tantos! Y en este momento viene el enemigo, viene el diablo, disfrazado de ángel tantas veces e insidiosamente nos dice su palabra ¡No lo escuchen! ¡Sigamos a Jesús!…
Nosotros acompañamos, seguimos a Jesús, pero sobre todo sabemos que él nos acompaña y nos carga sobre sus hombros: en esto reside nuestra alegría, la esperanza que hemos de llevar en este mundo nuestro. Y por favor no se dejen robar la esperanza! ¡No se dejen robar la esperanza! Aquella que nos da Jesús.
¿Por qué Jesús entra en Jerusalén? O, tal vez mejor, ¿cómo entra Jesús en Jerusalén?
La multitud lo aclama como rey. Y él no se opone, no la hace callar Pero, ¿qué tipo de rey es Jesús? Mirémoslo: montado en un pollino, no tiene una corte que lo sigue, no está rodeado por un ejército, símbolo de fuerza. Quien lo acoge es gente humilde, sencilla, que tiene el sentido de ver en Jesús algo más: tiene ese sentido de la fe que dice: “éste es el Salvador”. Jesús no entra en la Ciudad Santa para recibir los honores reservados a los reyes de la tierra, a quien tiene poder, a quien domina; entra para ser azotado, insultado y ultrajado, como anuncia Isaías en la Primera Lectura (cf. Is 50,6); entra para recibir una corona de espinas, una caña, un manto de púrpura: su realeza será objeto de burla; entra para subir al Calvario cargando un madero.
Y, entonces, he aquí la segunda palabra: cruz. Jesús entra en Jerusalén para morir en la cruz. Y es precisamente aquí donde resplandece su ser rey según Dios: ¡su trono regio es el madero de la cruz!. Pienso en lo que Benedicto XVI decía a los cardenales: «Ustedes son príncipes, pero de un Rey crucificado. Ese es el trono de Jesús”. ¿Por qué la Cruz? Porque Jesús toma sobre sí el mal, la suciedad, el pecado del mundo, también el nuestro, y lo lava, lo lava con su sangre, con la misericordia, con el amor de Dios. Miremos a nuestro alrededor: ¡cuántas heridas inflige el mal a la humanidad! Guerras, violencias, conflictos económicos que se abaten sobre los más débiles, la sed de dinero, que luego nadie puede llevarse consigo, debe dejarlo. Mi abuelita nos decía a los niños: el sudario no tiene bolsillos ¡Amor al dinero, poder, corrupción, divisiones, crímenes contra la vida humana y contra la creación! Y también – cada uno de nosotros lo sabe y lo conoce – nuestros pecados personales: las faltas de amor y de respeto a Dios, al prójimo y a toda la creación. Jesús en la cruz siente todo el peso del mal, y con la fuerza del amor de Dios lo vence, lo derrota en su resurrección. Éste es el bien que Jesús nos hace a todos nosotros sobre el trono de la Cruz.
La Cruz de Cristo, abrazada con amor, nunca conduce a la tristeza, sino a la alegría, a la alegría de ser salvados y de hacer un poquito de lo que hizo él ese día de su muerte.
(…) Vivamos la alegría de caminar con Jesús, de estar con él, llevando su cruz, con amor, con un espíritu siempre joven.
Pidamos la intercesión de la Virgen María. Ella nos enseña el gozo del encuentro con Cristo, el amor con el que debemos mirarlo al pie de la cruz, el entusiasmo del corazón joven con el que hemos de seguirlo en esta Semana Santa y durante toda nuestra vida. Amén.
Homilía del Santo Padre Francisco
Domingo de Ramos, 2013-
Fuente: vatican.va
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Esta semana comienza con una procesión festiva con ramas de olivo: todo el pueblo acoge a Jesús. Los niños y los jóvenes cantan, alaban a Jesús. Pero esta semana va adelante en el misterio de la muerte de Jesús y de su resurrección.
Hemos escuchado la Pasión del Señor. Nos hará bien preguntarnos ¿Quién soy yo? ¿Quién soy yo ante mi Señor? ¿Quién soy yo, delante de Jesús entrando en Jerusalén en este día de fiesta? ¿Soy capaz de expresar mi alegría, de alabarlo? ¿O tomo las distancias? ¿Quién soy yo, delante de Jesús que sufre? Hemos oído muchos nombres: tantos nombres.
El grupo de líderes religiosos, algunos sacerdotes, algunos fariseos, algunos maestros de la ley que había decidido matarlo. Estaban esperando la oportunidad de apresarlo ¿Soy yo como uno de ellos? Incluso hemos oído otro nombre: Judas. 30 monedas. ¿Yo soy como Judas? Hemos escuchado otros nombres: los discípulos que no entendían nada, que se quedaron dormidos mientras el Señor sufría.
¿Mi vida está dormida? ¿O soy como los discípulos, que no entendían lo que era traicionar a Jesús? ¿O como aquel otro discípulo que quería resolver todo con la espada: soy yo como ellos? ¿Yo soy como Judas, que finge amar y besa Maestro para entregarlo, para traicionarlo? ¿Soy yo, un traidor? ¿Soy como aquellos líderes religiosos que tienen prisa en organizar un tribunal y buscan falsos testigos? ¿Soy yo como ellos?
Y cuando hago estas cosas, si las hago, ¿creo que con esto salvo al pueblo? ¿Soy yo como Pilato que cuando veo que la situación es difícil, me lavo las manos y no sé asumir mi responsabilidad y dejo condenar – o condeno yo – a las personas? ¿Soy yo como aquella muchedumbre que no sabía bien si estaba en una reunión religiosa, en un juicio o en un circo, y elije a Barrabás?
Para ellos es lo mismo: era más divertido, para humillar a Jesús. ¿Soy yo como los soldados que golpean al Señor, le escupen, lo insultan, se divierten con la humillación del Señor? ¿Soy yo como el Cireneo que regresaba del trabajo, fatigado, pero que tuvo la buena voluntad de ayudar al Señor a llevar la cruz? ¿Soy yo como aquellos que pasaban delante de la Cruz y se burlaban de Jesús?: “¡Pero… tan valeroso! ¡Que descienda de la cruz, y nosotros creeremos en Él!”.
La burla a Jesús… ¿Soy yo como aquellas mujeres valientes, y como la mamá de Jesús, que estaba allí, y sufrían en silencio? ¿Soy yo como José, el discípulo escondido, que lleva el cuerpo de Jesús con amor, para darle sepultura? ¿Soy yo como estas dos Marías, que permanecen en la puerta del Sepulcro, llorando, rezando? ¿Soy yo como estos dirigentes que al día siguiente fueron a los de Pilato para decir: “Pero, mira que éste decía que habría resucitado; pero que no venga otro engaño”, y frenan la vida, bloquean el sepulcro para defender la doctrina, para que la vida no salga afuera? ¿Dónde está mi corazón? ¿A cuál de éstas personas yo me parezco?
Que esta pregunta nos acompañe durante toda la semana.
Santo Padre Francisco
Homilía Domingo de Ramos 2014
Fuente: vatican.va