Nueva Evangelización. Año de la Fe.

DISCURSO DEL CARDENAL ROUCO EN LA INAUGURACIÓN
DE LA XCIX ASAMBLEA PLENARIA DE LA CEE

23 de abril de 2012

 I. El plan pastoral, la nueva evangelización y la crisis actual

1. El octavo plan pastoral de la Conferencia Episcopal

Traemos a esta Plenaria un plan pastoral para los años 2011 a 2015. Cuando termine este período de tiempo, en 2016, nuestra Conferencia Episcopal llegará, Dios mediante, a sus cincuenta años de existencia, coincidiendo más o menos con los cincuenta años de la clausura del Concilio Vaticano II, una de cuyas decisiones fue la creación de las conferencias episcopales. Sin embargo, durante los primeros casi veinte años de su vida la Conferencia Episcopal no se dio a sí misma ningún plan pastoral, en el sentido en el que ahora entendemos normalmente esta expresión. No fue hasta 1983, cuando, con ocasión de la primera visita del beato Juan Pablo II a España, se elaboró y publicó el primero de esos planes, bajo el título de La Visita del Papa y el servicio a la fe de nuestro pueblo. Desde entonces hemos contado con siete planes pastorales y ahora nos proponemos darnos el octavo [1].

No perdemos, pues, de vista que la Conferencia ha funcionado y podría funcionar sin estos instrumentos de trabajo. Tampoco olvidamos que los planes pastorales de la Conferencia no son algo así como un gran plan de acción para toda la Iglesia en España, ni tampoco un esbozo de plan para cada una de las diócesis. Su pretensión –como era obligado y bueno – ha sido siempre más modesta, aunque su eficacia concreta en el cumplimiento de sus objetivos propios nos haya movido una y otra vez a decidir valernos de estas útiles ayudas para el trabajo. Son ayudas, ante todo y sobre todo, para el trabajo de esta Casa, es decir, de la propia Conferencia Episcopal en sus diversos organismos. Naturalmente, lo que se hace en la Conferencia viene determinado y orientado por la Asamblea Plenaria, en la que nos juntamos todos los obispos de las Iglesias particulares de España con la finalidad de ayudarnos en el gobierno coordinado y en el mayor impulso de la acción pastoral de nuestras diócesis. Por eso, los planes pastorales han contribuido también de algún modo a que nuestras comunidades diocesanas hayan podido caminar mejor en comunión entre ellas y hayan podido tratar de responder de manera más adecuada a los diversos desafíos que los tiempos nos han ido planteando.

Teniendo bien presente el aludido sentido de los planes pastorales de la Conferencia, venimos estudiando un nuevo plan para el quinquenio 2011-2015 que desearíamos centrar en La Nueva Evangelización desde la Palabra de Dios: Por tu palabra, echaré las redes (Lc 5, 5).

En realidad, todos nuestros planes pastorales han estado orientados de uno u otro modo por el programa de la nueva evangelización, como se echa de ver ya en los mismos títulos que llevan: Anunciar a Jesucristo en nuestro mundo con obras y palabras, Impulsar una nueva evangelización, Para que el mundo crea, Proclamar el año de gracia del Señor, Una Iglesia esperanzada: ¡Mar adentro! o Yo soy el Pan de Vida: Vivir de la Eucaristía. Pero, en cada caso, se ha procurado poner un acento especial que venía determinado por algunas circunstancias más inmediatas de la vida de la Iglesia o de nuestra sociedad. Algo semejante sucede también ahora con el nuevo plan que estudiamos. ¿Por qué, pues, la nueva evangelización? Y, ¿con qué acento especial para estos años?

2. Prosiguiendo el programa de la nueva evangelización

Parece obvio que sigamos centrados en el programa de la nueva evangelización. Los motivos de su lanzamiento por el beato Juan Pablo II siguen vivos y, además, Benedicto XVI acaba de ponerlo de relieve con mucha fuerza, tanto al crear un nuevo dicasterio, al que ha confiado de modo especial la nueva evangelización, como al convocar para el próximo mes de octubre el Sínodo de los Obispos con el propósito de ahondar en el significado y en los caminos de la nueva evangelización en orden a la transmisión de la fe.

En efecto, fue el papa beato Juan Pablo II, de venerada memoria, quien lanzó de modo explícito y reiterado el programa de la nueva evangelización. Sin embargo, los precedentes del desafío que la hacían y la hacen necesaria se encontraban ya allí donde comenzaba a fraguarse lo que el siervo de Dios Pablo VI calificaría como “el drama de nuestro tiempo”, es decir, “la ruptura entre el Evangelio y la cultura [2] del mundo contemporáneo. Se trata de la descristianización de amplios y, a veces, decisivos sectores de la sociedad que había tenido lugar de un modo más acelerado desde comienzos del siglo XX. A ese preocupante fenómeno respondían ya las iniciativas pontificias significadas en conocidos lemas, como el de “instaurare omnia in Christo” de San Pío X, el del “Reinado de Cristo” de Pío XI, o el de “por un mundo mejor” del siervo de Dios Pío XII.

Pero fue, sin duda ninguna, en el Concilio Vaticano II donde la Iglesia de nuestro tiempo afrontó de un modo global la renovación teológica y pastoral de todos los aspectos de su vida y de su misión, precisamente con el objetivo fundamental de capacitarse a sí misma para la evangelización de las culturas que, por desgracia, se apartaban del Evangelio. Era el conocido aggiornamento o puesta al día que inspiró la convocatoria del Concilio por el beato Juan XXIII: “Un orden nuevo se está gestando –escribía el papa en el documento de convocación– y la Iglesia tiene ante sí una tarea inmensa, como en las épocas más trágicas de la historia. Hoy se exige a la Iglesia que inyecte la fuerza perenne, vital y divina del Evangelio en las venas de la comunidad humana actual, que se gloría de los descubrimientos recientemente realizados en los campos técnico y científico, pero que sufre también los daños de un ordenamiento social que algunos han intentado restablecer prescindiendo de Dios”[3].

En los documentos conciliares no aparece la expresión “nueva evangelización”, pero bien podemos decir que el Concilio fue el instrumento que la Providencia divina dispuso para que la Iglesia articulara una gran propuesta doctrinal, apostólica y espiritual en orden a que la Noticia de Jesucristo, perennemente nueva, pudiera ser ofrecida plena, íntegra y actualizadamente a una familia humana tan sedienta de verdad, de bien, de paz, de amor, ¡de vida eterna!, en el momento histórico en el que el siglo XX declinaba y se abría a la perspectiva del año 2000 y de un nuevo milenio de historia cristiana.

A los diez años de haber concluido el Concilio y, habiendo sufrido ya los embates de una recepción del mismo condicionada por grandes dificultades, el papa Pablo VI trazaba en la aludida exhortación pastoral postsinodal, Evangelii nuntiandi, una magistral descripción de la misión evangelizadora de la Iglesia poniendo a la luz de la enseñanza conciliar los nuevos problemas de la llamada liberación cultural, política, económica e incluso sexual, así como el gran problema de fondo del secularismo ateo. Afirmaba el papa que “evangelizar constituye la dicha y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa”[4].

La expresión “nueva evangelización”, como incisivo nombre de la tarea propia de la Iglesia en nuestros días, se hizo popular desde el famoso discurso pronunciado por el beato Juan Pablo II en 1983 ante la XIX Asamblea de los Episcopados de Latinoamérica (CELAM): “La conmemoración del medio milenio de la evangelización (de América) tendrá su significación plena –les decía el Papa- un compromiso vuestro como obispos, junto con vuestro presbiterio y fieles; compromiso no de re-evangelización, pero sí de nueva evangelización”[5].

No habían pasado siete años desde aquella intervención del papa, cuando nuestra Conferencia Episcopal publicaba su tercer plan pastoral, que llevaba ya en el título la nueva divisa: Impulsar una nueva evangelización (1990-1993)[6].

Benedicto XVI ha retomado el programa de la nueva evangelización con un vigor especial; hasta el punto de que en 2010 crea un nuevo Pontificio Consejo al que ha dado el encargo específico de promoverla. En la carta apostólica por la que instituye el nuevo dicasterio, después de aludir a la historia que acabamos de recordar, afirma: “Haciéndonos cargo, por tanto, de la preocupación de nuestros venerados antecesores, estimamos oportuno ofrecer respuestas adecuadas para que la Iglesia entera, dejándose regenerar por la fuerza del Espíritu Santo, se presente ante el mundo contemporáneo con un impulso misionero capaz de fomentar una nueva evangelización. Esta se dirige sobre todo a las Iglesias de antigua fundación (…). No resulta difícil vislumbrar que lo que necesitan todas la Iglesias que viven en regiones tradicionalmente cristianas es un renovado impulso misionero, expresión de una nueva apertura generosa al don de la gracia. Y es que no podemos olvidar que el primer deber será siempre el de hacernos dóciles a la labor gratuita del Espíritu del Resucitado, que acompaña a cuantos son pregoneros del Evangelio y abre el corazón a quienes escuchan. Para proclamar de manera fecunda la Palabra del Evangelio se requiere, ante todo, una experiencia profunda de Dios”[7].

3. Acentos de ahora: ocasiones eclesiales y situación social

Nuestros planes pastorales han echado siempre una mirada a la situación de la sociedad española para acertar con el destinatario de la acción evangelizadora necesaria. Pero tampoco han dejado de revisar y examinar la situación de la propia Iglesia que peregrina en España en orden a reconocer mejor cómo actuar para obtener el renovado impulso misionero, imprescindible para la nueva evangelización. Debemos continuar en esta doble tarea. Sin olvidar, con todo, que “el primer deber”, del que nos habla el Papa con toda razón, es el de la buena forma apostólica de la propia comunidad eclesial; o, como esta misma Asamblea reconocía en su momento, sin olvidar que “la cuestión principal a la que la Iglesia ha de hacer frente hoy en España no se encuentra tanto en la sociedad o en la cultura ambiente como en su propio interior; es un problema de casa y no solo de fuera”[8].

En este sentido, el plan pastoral que estamos estudiando prosigue con el programa de la nueva evangelización sin perder de vista la situación por la que atraviesa nuestra sociedad, pero, ante todo, poniendo el acento en algunas oportunidades que se nos presentan en estos años como providenciales en orden a la renovación del alma de la Iglesia y, por tanto, de su vigor misionero. Son las siguientes: los frecuentes viajes del Papa que, en poco tiempo, ha estado en España tres veces; la próxima celebración del quinto centenario del nacimiento de santa Teresa de Jesús; la reciente publicación de la versión oficial de la Sagrada Escritura y la renovación de los libros litúrgicos según la nueva traducción bíblica, así como del Misal Romano, según su tercera edición típica; y la cercana proclamación de san Juan de Ávila como doctor de la Iglesia. El quinquenio se abre con la conmemoración del quincuagésimo aniversario del comienzo del Concilio y se cerrará cuando se celebren los cincuenta años de la clausura del mismo. En torno a estos acontecimientos, cada uno de ellos ciertamente de diversa significación, podemos programar algunas acciones prioritarias con la finalidad aludida de revitalizar las fuentes de la vida cristiana en orden a la nueva evangelización. El último plan se centraba en la Eucaristía; en esta ocasión, después del Sínodo sobre la Palabra de Dios y de nuestra Instrucción pastoral La Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia, publicada con ocasión de la aparición de la versión oficial de la Biblia, será la Palabra de Dios la que focalice el conjunto del nuevo plan.

En cuanto a la situación general de la sociedad española, a nadie se le oculta que la crisis que nos azota desde hace ya varios años es el factor más preocupante y al que hay que prestar la más cercana atención. No es nuestra misión entrar en el análisis ni en las soluciones propiamente económicas y políticas. El Plan pastoral no lo hará. Pero sí es nuestro deber de pastores de la Iglesia ayudar al análisis cultural y moral necesario para llegar al fondo de las causas de la situación dificilísima que vivimos. Por eso se prevé continuar la reflexión sobre la crisis y sus causas. Sin olvidar que la revitalización de la vida cristiana a la que se encamina toda nuestra actividad pastoral es la que, en realidad, permitirá comprender vitalmente que “la fe sin la caridad no da fruto y la caridad sin la fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda… que la fe y la caridad se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino”, como recordaba el Papa al convocar el Año de la fe[9].

Si no se sigue el camino que hace posible la caridad no será posible una buena solución de la crisis. Sin la caridad, es decir, sin la generosidad sincera, movida en último término por el amor de Dios y del prójimo, será imposible introducir los cambios necesarios en el estilo de vida y en las costumbres sociales y políticas que han conducido a la crisis y que seguirán amenazantes aun cuando hayan sido solucionados los problemas más graves, Dios quiera que pronto. Porque es necesario apartarse de la codicia, que da alas a la ilusoria identificación de la felicidad con la mera acumulación de bienes, a la búsqueda irresponsable del enriquecimiento rápido, así como a la cultura del endeudamiento exagerado que amenaza el presente y lastra a las generaciones jóvenes. Y este cambio, junto con otros incluso de más relieve moral, como es la conversión al respeto y al cuidado de cada vida humana y de su ecología familiar básica, no será realmente posible más que por el camino de la sincera generosidad, el de la caridad posibilitada por la fe. Como tampoco será posible crear un verdadero espíritu de cooperación y de concordia entre los actores políticos y sociales, condición, sin duda, indispensable para afrontar con altura de miras, valentía y espíritu de sacrificio las reformas necesarias, salvaguardando la justicia y la protección de los más débiles. Fuera del camino de la fe y de la caridad, será igualmente imposible confiar en las personas y en la sociedad, estimulando la participación y la actividad de todos mediante la aplicación decidida del principio de subsidiariedad.

Nunca exhortaremos lo suficiente a ayudar a los que sufren más duramente las consecuencias de la crisis mediante el voluntariado o la aportación económica en Cáritas y otras instituciones de asistencia y prevención. Deseo hacerlo una vez más en esta ocasión: es imprescindible la cooperación con Cáritas y damos gracias a Dios porque son cada vez más los católicos que lo comprenden así. Pero igualmente necesaria para el duradero buen orden de la vida personal y social es ante todo la nueva evangelización en toda su hondura de conversión a Dios. Porque sin fe no puede haber verdadera caridad, capaz de despejar los obstáculos para esa imprescindible libertad espiritual que da frutos abundantes de justicia, solidaridad y paz.

 

II. El Concilio Vaticano II y el Año de la fe

1. Para la fructífera recepción del Concilio

La coincidencia del quinquenio del nuevo plan pastoral con los cincuenta años del comienzo y de la clausura del Concilio proporciona una buena ocasión para redoblar el empeño que venimos sosteniendo en la recepción cada vez más viva y fiel de sus enseñanzas. Nuestra Asamblea Plenaria, al darle gracias a Dios por los beneficios recibidos en el siglo XX, consideraba al Concilio como una “muestra extraordinaria de la cercanía de Dios para con los hombres de nuestro tiempo, el gran instrumento de renovación de la Iglesia universal, que hunde sus raíces en la intensa vida cristiana de las décadas precedentes, el llamado despertar de la Iglesia en las almas (…) que culmina en la luminosa enseñanza del Concilio, en particular en las cuatro grandes Constituciones sobre la Liturgia, la Iglesia, la Revelación y la Misión de la Iglesia en el mundo”[10].

Más tarde, cuando se cumplieron los cuarenta años de la clausura del Concilio, en el año 2006, también tuvimos ocasión de revisar algunos aspectos problemáticos de determinadas formas doctrinales de recepción de la enseñanza conciliar que “amparándose en un Concilio que no existió, ni en la letra ni en el espíritu, han sembrado la agitación y la zozobra en el corazón de muchos fieles”[11]. Aquella Instrucción pastoral, de hace seis años, no ha perdido ninguna vigencia; por el contrario, sigue constituyendo un servicio de discernimiento doctrinal muy valioso para una recepción fructífera del Concilio.

A dificultades semejantes en la recepción del Vaticano II ha salido al paso desde el comienzo de su pontificado el papa Benedicto XVI, también con ocasión de los cuarenta años de la conclusión del Concilio. Hablando a la Curia romana en las primeras Navidades tras su elección, después de referirse a la descripción que hace san Basilio de la dramática situación sufrida por la Iglesia tras el Concilio de Nicea, el Papa dice que algo parecido ha sucedido de nuevo después del último Concilio. “¿Por qué –se pregunta– ha sido tan difícil hasta ahora en grandes partes de la Iglesia la recepción del Concilio? Todo depende –responde– de que sea interpretado correctamente, o como diríamos hoy, todo depende de que se haga una hermenéutica correcta del mismo. (…) Los problemas de esta recepción han nacido del hecho de que ha habido dos hermenéuticas contrarias que se han enfrentado y han batallado entre ellas. Una ha causado confusión; la otra ha dado y da buenos frutos, silenciosamente, pero cada vez más. De una parte está la interpretación que yo denominaría hermenéutica de la discontinuidad o de la ruptura; es la que con frecuencia ha gozado de la simpatía de los mass-media, y también de una parte de la teología moderna. De la otra parte está la hermenéutica de la reforma, de la renovación en la continuidad del único sujeto que crece y se desarrolla en el tiempo, pero permaneciendo siempre el mismo, el único sujeto que es el Pueblo de Dios en camino”.

“La hermenéutica de la discontinuidad –prosigue el Papa en una descripción que no tiene desperdicio– tiene el peligro de acabar estableciendo una ruptura entre la Iglesia preconciliar y la Iglesia postconciliar. Afirma que los textos del Concilio en cuanto tales no serían todavía la expresión verdadera del espíritu del Concilio. Serían más bien el resultado de compromisos que, en aras de la unanimidad, han obligado a dar un paso atrás volviendo a confirmar muchas cosas viejas que hoy son en realidad inútiles. En cambio, el verdadero espíritu del Concilio se hallaría allí donde, más allá de los compromisos, se han dado pasos hacia lo nuevo, pasos que quedan como por debajo de los textos: solo ellos representarían el verdadero espíritu del Concilio y sería necesario seguir hacia adelante partiendo de ellos y en conformidad con ellos (…). Sería necesario ir más allá de los textos con valentía. En una palabra: sería necesario seguir no los textos, sino el espíritu del Concilio. De este modo, obviamente, queda un vasto margen para la cuestión de cómo se defina propiamente ese espíritu y, en consecuencia, se concede espacio para todo tipo de imaginación extravagante. Con lo cual queda radicalmente malinterpretada la naturaleza misma de un concilio, ya que, de esa forma, es considerado como una especie de asamblea constituyente, que elimina una constitución antigua y crea otra nueva”.

“El Concilio Vaticano II –continúa Benedicto XVI más adelante– con su nueva definición de la relación entre la Iglesia y ciertos elementos esenciales del pensamiento moderno, ha reenfocado e incluso corregido algunas decisiones históricas, pero en medio de esa aparente discontinuidad ha mantenido e incluso profundizado la naturaleza íntima y la verdadera identidad de tales decisiones. La Iglesia es siempre la misma, tanto antes como después del Concilio: la una, santa, católica y apostólica, en camino a través del tiempo”[12].

2. Un Año de la fe, como impulso conciliar

Al convocar recientemente el Año de la fe para el próximo 11 de octubre, día del cincuenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, el Papa vuelve a decir que la ocasión ha de ser aprovechada pastoralmente para “comprender que los textos dejados en herencia por los Padres conciliares, según las palabras del beato Juan Pablo II, ‘no pierden su valor ni su esplendor’. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia”[13].

Ahora bien, en orden a la consecución de este objetivo tan querido para él y para su santo predecesor, Benedicto XVI no duda en presentar una vez más a toda la Iglesia un “subsidio precioso e indispensable”: el Catecismo de la Iglesia Católica, de cuya publicación se cumplen veinte años en la misma fecha del comienzo del Año de la fe. El Papa presenta el Catecismo como “uno de los frutos más importantes del Concilio Vaticano”, que, a su vez, resulta tan decisivo para la recepción adecuada del Concilio al posibilitar su lectura en el contexto de la gran Tradición de la Iglesia, es decir, según una hermenéutica de la continuidad o de la reforma. “En efecto, en él (en el Catecismo), se pone de manifiesto la riqueza de la enseñanza que la Iglesia ha recibido, custodiado y ofrecido a sus dos mil años de historia. Desde la Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de los maestros de la teología a los santos de todos los siglos, el Catecismo ofrece la memoria permanente de los diferentes modos en que la Iglesia ha meditado sobre la fe y ha progresado en la doctrina, para dar certeza a los creyentes en su vida de fe”[14].

Justamente es eso lo que Benedicto XVI se propone y nos propone a todos para el Año de la fe: consolidar la certeza de la fe en el Pueblo de Dios. Ojalá que acertemos a dar un decidido paso adelante en este sentido durante ese Año y en todos nuestros planes apostólicos. Porque no debemos olvidar que “el núcleo de la crisis de la Iglesia en Europa es la crisis de la fe. Si no encontramos una respuesta para ella, si la fe no adquiere nueva vitalidad, con una convicción profunda y una fuerza real, gracias al encuentro con Jesucristo, todas las demás reformas serán ineficaces”[15].

La falsa recepción del Concilio tiene también que ver con la crisis de la fe: con la fe el Dios vivo, revelado en Jesucristo y con el misterio de la Iglesia. La vana pretensión de constituir una “nueva” Iglesia, distinta de la “preconciliar”, denota una grave crisis de fe en la Iglesia. Como recuerda Benedicto XVI, ya el siervo de Dios Pablo VI era consciente de esta grave coyuntura cuando, a los dos años de clausurado el Concilio, con motivo de la conmemoración de los mil novecientos años del martirio de los apóstoles Pedro y Pablo, convocó un Año de la fe que concluyó con la profesión de fe del Pueblo de Dios[16].

Por todo ello, Benedicto XVI propone dos objetivos principales para el Año de la fe: la confesión de la fe en la plenitud de la verdad de sus contenidos, por un lado, y la profesión de la fe públicamente, dentro y fuera de la Iglesia, por otro lado.

Las referencias a los “contenidos de la fe” son constantes en la carta Porta fidei[17]. Porque “el conocimiento de los contenidos de la fe es esencial para dar el propio asentimiento, es decir, para adherirse con la inteligencia y la voluntad a lo que propone la Iglesia”[18]. La confusión doctrinal, la desmemoria y, en definitiva, el “analfabetismo religioso”[19] tan extendido en el seno del Pueblo de Dios y, en particular, en las generaciones más jóvenes, es un serio obstáculo para la fe. Es verdad que el mero conocimiento doctrinal no es suficiente para la vida de la fe. Pero no es menos cierto que la adhesión de fe es imposible si carece de un objeto verdadero. No extraña, por eso, la urgencia de que el Papa nos pida que “el Año de la fe deberá expresar un compromiso unánime para redescubrir y estudiar los contenidos fundamentales de la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en el Catecismo de la Iglesia Católica”[20].

Compartiendo la preocupación del Papa por la recta confesión de la fe y, en particular, por que la iniciación cristiana sea íntegra y fructífera, la Conferencia Episcopal Española espera poder ofrecer al Pueblo de Dios durante el Año de la fe un nuevo catecismo para la iniciación de los niños y adolescentes. Llevará previsiblemente por título Testigos del Señor, y se concibe como continuación del catecismo Jesús es el Señor, que tan buenos resultados está dando cuando es utilizado como referencia básica y segura de la formación doctrinal en la catequesis de los niños que se preparan para recibir la primera comunión.

Junto a la confesión de la fe, la profesión pública de la misma. “El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado… La fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree… de anunciar a todos sin temor la propia fe”[21]. La expresión pública de la fe y, en particular, de su dimensión comunitaria en el seno de la Iglesia, sujeto primordial del creer, se realiza en la celebración de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía. Pero también se ha de dar esa expresión de la fe en el apostolado y en la misión, teniendo siempre en cuenta que quienes no creen, pero buscan con sinceridad “el sentido último y la verdad definitiva de su existencia y del mundo”, se hallan ya en los preámbulos de la misma fe[22].

Quiera Dios que, con la modesta pero eficaz ayuda del nuevo plan pastoral y con el impulso del Año de la fe, que celebraremos con todo empeño en nuestras diócesis, se consolide la certeza de la fe en nuestro Pueblo y crezca en todos la alegría que ella produce. Lo necesita la Iglesia, lo reclama el servicio a la sociedad y, en especial, a los más necesitados de apoyo espiritual y material.

Deseo a todos los Hermanos unos días de encuentro y de trabajo serenos y fructíferos, bajo la mirada maternal de María, Madre de la Iglesia.

Emmo. y Rvdmo. Sr. D. Antonio María Rouco Varela,
cardenal arzobispo de Madrid,
presidente de la Conferencia Episcopal Española

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[1] Los cinco primeros planes fueron La visita del Papa y el servicio de la fe de nuestro pueblo (1983-1986), Anunciar a Jesucristo en nuestro mundo con obras y palabras (1987-1990), Impulsar una nueva evangelización (1990-1993), Para que el mundo crea (1994-1997) y Proclamar el año de gracia del Señor (1997-2000). Esos cinco planes constituyen un ciclo de unos diecisiete años que se cierra con el Gran Jubileo del Año 2000, al que sigue un año de revisión del camino recorrido hasta ese momento. Los otros dos, Una Iglesia esperanzada, ¡Mar adentro! (2002-2005) y Yo soy el Pan de Vida, Vivir de la Eucaristía (2006-2010) cubrieron el primer decenio del nuevo siglo, coincidiendo el último prácticamente con los primeros años del pontificado de Benedicto XVI.

[2] Pablo VI, exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 20. Con referencia explícita más adelante, en 55, al conocido título de H. de Lubac, El drama del humanismo ateo (1945).

[3] Beato Juan XXIII, Constitución Apostólica por la que se convoca el Concilio Vaticano II (25.XII.1961), en: Concilio Ecuménico Vaticano II, Constituciones-Decretos-Declaraciones, edición bilingüe patrocinada por la Conferencia Episcopal Española, BAC, Madrid 1993, 1068.

[4] Pablo VI, exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 14.

[5] Juan Pablo II, Discurso a la Asamblea General del CELAM (Puerto Príncipe, 9.III.1983). Cf. Ecclesia 2119 (26.III.1983)  13-15, 15.

[6] En el segundo plan pastoral, Anunciar a Jesucristo con obras y palabras (1987-1990), la expresión «nueva evangelización» aparecía solo de pasada (nº 18), aunque, como queda dicho más arriba, su enfoque y su temática respondían ya a lo que la palabra indica; cf. Boletín Oficial de la Conferencia Episcopal Española 14 (1987) 67-82. El término exacto habría sido empleado por primera vez en el documento de la Comisión Episcopal del Clero titulado Sacerdotes para evangelizar. Reflexiones sobre la vida apostólica de los presbíteros (2 de febrero de 1987): “hay que impulsar una nueva evangelización” (nº 4).

[7] Benedicto XVI, carta apostólica “motu proprio@” Ubicumque et semper (21.IX.2010), cf. Ecclesia 3542 (30.X.2010) 31-33, 32s.

[8] LXXVII Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, Una Iglesia esperanzada: «¡Mar adentro!» (Lc 5, 4). Plan Pastoral 2002-2005, nº 10. Cf. Boletín Oficial de la Conferencia Episcopal Española 16 (2002) 16.

[9] Benedicto XVI, carta apostólica “motu proprio” Porta fidei (11.11.2011) 14. Cf. Ecclesia 3595 (5.XI.2011) 24-29.

[10] LXXIII Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, La fidelidad de Dios dura siempre. Mirada de fe al siglo XX (26.XI.1999), n1 5. Cf. Boletín Oficial de la Conferencia Episcopal Española 16 (1999) 100-106.

[11] LXXXVI Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, Teología y secularización en España, a los cuarenta años de la clausura del Concilio Vaticano II (30.III.2006), n1 2. Cf. Boletín Oficial de la Conferencia Episcopal Española 20 (2006) 31-51.

[12] Benedicto XVI, Discurso a la Curia romana, del 22 de diciembre de 2005. Cf. Ecclesia 3290 (31.XII.2005) 30-36, 33 y 35.

[13] Benedicto XVI, carta apostólica “motu proprio” Porta fidei (11.X.2011), nº 5. La cita de Juan Pablo II es de la carta apostólica Novo millennio ineunte (6.01.2001).

[14] Benedicto XVI, carta apostólica “motu proprio” Porta fidei (11.X.2011), nº 10.

[15] Benedicto XVI, Discurso a la Curia romana, el 22 de diciembre de 2011.

[16] Cf. Benedicto XVI, carta apostólica “motu proprio” Porta fidei (11.X.2011), nº 4.

[17] Cf. números 2, 4, 9, 10 (cuatro veces) y 11.

[18] Benedicto XVI, carta apostólica “motu proprio” Porta fidei (11.X.2011), nº 10.

[19] Benedicto XVI, Homilía en la Misa crismal (5.IV.2012), cf. Ecclesia 3618-19 (14/21.IV.2012), 38.

[20] Benedicto XVI, carta apostólica “motu proprio” Porta fidei (11.X.2011), nº 11.

[21] Benedicto XVI, carta apostólica “motu proprio” Porta fidei (11.X.2011), nº 10.

[22] Cf. ibíd.

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